Siempre le había gustado el invierno. Esa
sensación de frío al pisar la calle, esa sensación de calidez al entrar en
casa. Le gustaba ponerse capas y más capas para sobrellevarlo, pero sobre todo,
adoraba los abrigos y las bufandas que se terminaba de colocar en el ascensor.
Le gustaban los días de lluvia y odiaba esos días que no podía disfrutarlos
quedándose en casa con una manta y un libro. Pero ante todo, adoraba el
pensamiento de que todavía quedaba invierno por delante, cuando la primavera y
el verano se veían lejos en el tiempo.
Por todas esas cosas, no entendía porque ese
invierno se estaba haciendo tan largo.
Esas sensaciones de las que antes disfrutaba, se habían vuelto banales y
habían pasado sin hacer mucho ruido durante esos meses gélidos. Se había dado
cuenta de que no estaba saboreando al máximo esa estación al ver los almendros
con brotes verdes. Brotes que darían paso en unas semanas a nuevas hojas. No
sabía cómo, pero se había perdido la mayor alegría del invierno, los almendros
en flor. Qué complejo el almendro, florece cuando el resto descansa, cuando los
otros no dan señales de vida, cuando los tiempos son duros. Y observando los
verdes almendros se dio cuenta de que ya no era la misma, se había cansado del
invierno, se había cansado del frío, la oscuridad, la lluvia y los días cortos.
Ahora le apetecía ver los rayos de luz detrás de la única nube del cielo y
sentir el calor del Sol en su piel. Anhelaba poder meter sus pies en el agua
del mar y sentir la arena mojada. Pero por encima de todo, echaba de menos esos
días de primavera en los que el tiempo pasa sin prisa y en los que cada sonrisa
espontánea en la terraza de un bar es un momento de extrema felicidad.
Feliz
primavera, feliz preverano.